Una cátedra universitaria no se reduce a una materia. Una materia no se reduce a un autor o a varios. Por mas que un cuatrimestre (o varios) sean dedicados a analizar los vericuetos de un pensador en particular. Aunque la mayoría de los profesores universitarios no lo entienden (y parece que no lo lograrán jamás a pesar del psicoanálisis y del estructuralismo, del post-modernismo y de la crítica literaria, del historicismo y de hermeneútica- y de las críticas a todas estas posturas a su vez) un autor no es una persona histórica de carne y hueso. Ni el mejor historiador logrará desentrañar que pensó, hizo, actuó o logró un hombre particular -ya sea del común o de la caterva de los famosos.
Aunque nos podamos sorprender cada tanto en forma extraordinaria como hizo Carlo Guinzburg al regalarnos su maravillosa saga El Queso y los Gusanos (1991) sobre Domenico Scandella, alias Menocchio, un molinero friulés que murió condenado en la hoguera en 1600 por haber profesdo (e inventado) una cosmología herética que imaginaba a Dios como un gran panificador.
Menos (o mas) lo podrá hacer la historia de la vida cotidiana con un genio o gran diferenciador (que no otra cosa es un hombre de ideas). Y el caso que tanto nos conmovió del Heisenberg protagonista de Copenhague de Michael Frayn es el mejor ejemplo al respecto. Por mas que se desempolven archivos, se desentumezcan memorias, o se insista en llegar a reconstruir a partir del aire que se respiró lo que hablaron Bohr y Heisenberg hace 6 décadas, el resultado serán siempre conjeturas, versiones, interpretaciones, adivinanzas, asechanzas, añoranzas. No es poco pero no es todo y, sobretodo, no es el record de lo que pasó (si es que paso algo) en esa fatídica (¿o liberadora?) fecha para la humanidad.
Pero tampoco un autor se reduce a sus ideas, y menos aun a sus ideas llevadas a la práctica, cuando se trata de un científico notorio como fueron Einstein o Richard Feynman, de un crítico social mordaz como fueron Marx o Lenin, de un caricaturista capaz de mellar la moral común como es David Levine o de un satirista portentoso como lo fue en su caso el maravilloso Karl Kraus.
Es que el autor no es una persona, ni siquiera una época. Es una función, es un acumulador, es un agenciamiento, es una estría, es una combinatoria de relaciones de fuerzas que explotan de manos de una pluma o de un teclado pero que reverberan en un tejido social y resuenan en un conjunto de creodas como le gustaba decir al finado Conrad Waddington.
Si estos comentarios desalentadores valen cuando se trata de identificar a personas aisladas, que no decir cuando busca cernir a un colectivo, de esos que han cambiado la historia de cabo a rabo. Ya sea que nos refiramos a una escuela novelística (como la inexistente que dio lugar al boom de la nueva novela latinoamericana en los años 60) o pictural (los muchos ismos que tacharon el fin del siglo XIX y el comienzo del XX) o de un grupo de pensadores/hacedores alojados bajo el ala de una escuela, llámárase Bauhaus o Ulm, Frankfurt o Normale Superieure.
Para quienes siguen nuestros guiños cada una de estas denominaciones abrió (y cerró un mundo), se trata de compuertas evolutivas como hubo muy pocas en la historia. Lo mismo sucede con la escuela de Toronto signada por la presencia de esp?ritu y materia en partes inguales como la que constituyeron (y siguen preservando) autores como Harold Innis, Marshall McLuhan, Walter S. Ong, Derrick de Kerckhove, David Olson, Paul Levinson, Kenneth Logan y varios mas.
Habiendo sido ellos quienes mas lejos llevaron las ideas del determinismo (o semi-determinismo) de los lenguajes sobre el pensamiento, de los medios sobre las estructuras cognitivas, conviene calibrar permanentemente sus dimes y diretes, a fin de no resbalar en las posiciones facilistas del hiperdeterminismo a ultranza, pero tampoco en el del no menos cenagoso terreno de la indiferencia suicida hacia las tecnologías del conocimiento y sus poderes de desadormecimiento de la mente.
Para ventilar estas cuestiones hemos escrito un corto ensayo titulado La escuela de Toronto. Cuidándonos del determinismo tecnológico. Haciendo click aquí podrán bajar un archivo en word en donde desarrollamos in extenso la posturas canónicas de escuela de Toronto así como su crítica detallada a la luz de numerosos trabajos recientes de investigación recopilados sagazmente por el profesor nortemericano Steven Mizrach
Que permanentemente tengamos que volver sobre nuestros pasos ensalzando lo que ayer denostábamos o denostando lo que ayer ensalzábamos no es solo muestra de un espíritu supuestamente inquieto, sino mas bien una necesidad disparada por el descubrimiento de nuevas evidencias, por la construcción de nuevas pruebas, por la necesidad (interminable) de entender relaciones hipercomplejas sabiendo que al mismo tiempo que desnudamos una trama se teje la hebra de un misterio todavía mayor.
Sé el primero en comentar